-Rubén Casado Murcia-
Eran las 2:24 del medio día y ya me
encontraba con un pie en ristre apuntando hacía la puerta. Una de mis
compañeras se paseaba entre las mesas regando mustias plantas de oficina,
mientras otro, unos metros más allá, trajinaba con el móvil.
Las 2:27.
«Me cago en dios», repetía para mis
adentros. Se acercaba la hora. El aire acondicionado seguía con su runrún
diabólico y en mi cabeza solo existía ya la puerta, la calle, el barco…
el mundo.
Defecando obleas tomé el Paseo de la
Marina y subí por la cuesta del Sindicato. Entré en casa como una exhalación,
solté las alhajas sobre la mesa y recogí los últimos bártulos. Llamé a Clara:
—¿Dónde?
—¿En casa de mi madre?
—¿En casa de tú madre?
—Sí.
—¿Qué haces en casa de tu madre? ¡Perdemos
el barco, hostias!
—Ya bajo.
—Baja… voy subiendo… ¡Joder!
Nos encontramos en la plaza de los Reyes y cogimos un taxi. El barco salía a
las 3 y media.
Bien.
Las 3. Íbamos bien. Coño si íbamos bien.
Iba a salir de aquella cloaca durante un par de días. No podía estar mejor.
—Mi padre me ha preguntado que a dónde íbamos.
—¿Y qué?
—Pues que se ha quedado desencajado.
—¿Y eso?
—Le he dicho que íbamos a Málaga a ver a un poeta que te gusta. Ha puesto cara
de oler mierda y ha soltado una risilla. No lo entiende…
—Qué coño va a entender… a tu padre le gustan las conchas finas.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Nada. Lo mismo que yo con él.
Bajamos del Mercedes del 78 y fuimos a por los billetes. Las 3:20. Todo iba
perfecto. Sobre jodidas ruedas. Ya estábamos dentro. Cruzamos el largo pasillo.
Picaron los billetes.
Entramos en el barco.
Tomamos el bus de las 4 y media dirección
Málaga. Allí nos encontramos a Isa, una amiga de Clara. Le dijo que íbamos a
Málaga, a ver a un poeta que me gustaba. Intentó responder de forma natural,
Isa, la chica esta, pero finalmente decidió cambiar de tema. «Otra a la que le
gustan las conchas finas», pensé. Le hice prometer a Clara que no volvería a
comentar con nadie más del autobús el motivo de nuestro viaje.
POESÍA. Puuuuffff. Eso es lo que pensaba
la gente de la poesía. Coñazo, aburrimiento supremo, ensimismamiento, lagrimeo,
baba, romanticismo manido… mariconada, en suma. Lo que pensaba mi suegro, de
hecho: «mi yerno, maricón perdido». Pero había que joderse y seguir bailando.
Nadie pedía explicaciones, por qué iba uno a esforzarse en darlas.
Cruzamos a velocidad moderada la violación
en serie de la Costa del Sol; Estepona, Marbella, Fuengirola, Benalmadena...
Una obra de ingeniería comparable al Belomorkanal de Stalin; un ejemplo insuperable de la técnica humana, de
como destrozar el litoral de un país sin que decaiga la fiesta durante treinta
años.
Llegamos a Málaga sobre las 6 y media. No
me gustaba Málaga. Ya había estado un par de veces antes por diferentes
motivos. Con mi equipo de fútbol, en la infancia, y en un concierto de Patty
Smith, en el Teatro Cervantes, hacía ya unos cinco años. Sin contar el millar
de veces que había parado en su desangelada y triste estación de autobuses
dirección Granada en los últimos siete.
Cogimos un taxi y nos dirigimos al hotel. Hotel Sur.
Subimos a la habitación 329 y descargamos
las maletas. Mientras Clara se duchaba me senté junto al escritorio. Saqué un
libro y encendí un cigarrillo. “El doble”, de Dostoievski. Leí un par de
párrafos y lo cerré. «¡Virgen, cómo se raya!». No tenía yo cuerpo de
Dostoievski. Acababa de terminar “Memorias del subsuelo” y no veía la forma de continuar
con el que tenía entre manos. Dos dosis seguidas del ruso no eran recomendables
en estos tiempos y menos aún cuando el señor Goliadkin le podía resultar a uno,
más que nunca, demasiado familiar. “El oficinista machacado por el peso de la
maquinaria burocrática”. Sudores me daban leyéndolo. Ahí llevaba, desde el XIX,
advirtiéndolo: «cuidado que os van a joder vivos». Y tanto. De hecho, lo
estaban haciendo de lo lindo.
—¡Rubén!
—¿Qué?
—Baja a recepción a por un secador, no
hay.
—Vale, voy.
—Baja, por favor.
—Sí, sí. Que voy.
Bajé a recepción. En recepción, otro señor
distinto del que nos había atendido media hora antes se encontraba tras el
mostrador.
—Hola, vengo de la 329. Necesito un
secador.
—Por aquí debe haber uno… Sí, tome.
—Gracias.
Al subir me encontré con un anciano en el
pasillo. No paraba de dar vueltas sobre un tacataca como el niño del
Resplandor. Se dirigió a mí.
—¡Oye, chico! Sí… ¿qué pasa aquí? ¡No
tenemos luz… no hay luz en este jodido hotel!
—¿Ha metido usted la llave?
—¿Qué llave?
—La tarjeta… mire… sí… Junto a las llaves,
ahí en la cerradura. La tarjeta que cuelga…
Al asomarme para mostrarle el invento, su
señora, un amasijo de carne con purpureas venas ramificadas a lo largo de ambas
piernas, defecaba sentada en la taza del váter sin inmutarse de mi presencia.
El viejales insistió…
—¡No hay luz… no hay luz!
—Sí, mire —cogí las llaves e introducí la
tarjeta en la ranura. De pronto, se hizo la luz—.
—Ooh, ooh —Alucinaba, en el pueblo no se
lo iban a creer. —¡Gracias muchacho, muchas gracias! Abajo no me han dicho
nada.
—De nada señor, pero cierre usted la
puerta… haga el favor.
Entré en la habitación.
—No sabes lo que me ha pasado.
—¿Qué?
—¿Todavía estás así?
—Hay tiempo.
—No lo hay, nunca lo ha habido.
—El Museo Picasso está cerca, no te
preocupes.
—Sí lo hago, hay que localizarlo. Cuando
lo encontremos me relajaré.
—Cálmate, no pasa nada.
Cogí el libro de Iribarren, “SEGURO QUE
ESTA HISTORIA TE SUENA” y lo abrí por la mitad. No tenía ganas de leer,
realmente. Solo quería que el tiempo pasara. Me comían los nervios. No sabía el
por qué. Era absurdo. Solo era un recital de poesía. Empecé a divagar. «¿Por
qué me he traído el libro? «Un autógrafo, ¡vaya estupidez!» La verdad que no me
veía haciéndolo. Nunca lo había hecho. «¿Para qué quiero yo un autógrafo?
Valiente tontería.» Estaba seguro de que acabaría haciendo el ridículo.
Comencé a recordar algunos poemas en los
que Iribarren hablaba de admiradores suyos que iban a verlo al bar donde
trabajaba o que le pedían poemas para publicar, o que lo llamaban para
conocerlo. Estaba claro que no le gustaba que le gente le diese la brasa. A mí
tampoco, pero menos me gustaba ser yo uno de los que la daba. No quería ser
carne de poema: «El chico se acercó, me pidió un autógrafo, se le cayeron los huevos
al suelo y empezó a llorar»; mierda, podía quedar jodido para toda la
eternidad. Yo era capaz de meter la pata así, y peor. Era capaz hasta de
cagarme encima allí mismo si hacía falta. El doble de Dostoievski me estaba
afectando demasiado. La rumia. La comedura de olla. Era una estupidez que
estuviese nervioso por algo así, pero lo estaba.
—¿Por qué no te has traído más libros para
que lo firmara?
—¿Quieres que piense que soy gilipollas?
—A él le importas una mierda, pensar que
eres gilipollas le daría mucho trabajo.
—Toda la razón.
—¿Estás nervioso?
—No.
—Pero si es un poeta…
—La gente va a ver a Cristiano Ronaldo y no les da vergüenza.
—Es lo que te gusta.
—Piensan que soy un freak.
—¿Qué te importa lo que piensen?
—Nada. Me importa que no sepan lo que
pienso yo de ellos.
—Nada bueno.
—… Cristiano Ronaldo, joder.
Quedaban unos tres cuartos de hora para la
cita. Cogimos un mapa en recepción y salimos a la calle. Tomamos la Calle
Larios y giramos a la derecha. Vimos la torre de la Catedral asomar por encima
de los tejados. La tomamos de referencia y fuimos en su busca. Solo había que
rodearla y tomar una calle estrecha. De pronto, alguien me llamó por la
espalda.
—¿Perdona, vais al recital de Karmelo
Iribarren?
—Sí —Cerré el puño—.
—¿Sabéis dónde es?
—Se supone que el Museo está a unos metros
de aquí.
—Sí, está justo al doblar la esquina. Pero
está cerrado. Hemos mirado detrás y nada.
—Ahh… entonces no sabemos.
—Bueno, gracias. Seguiremos buscando.
Se trataba de una pareja, como nosotros.
«Otra adorable admiradora como yo» me dije. Y su novia, otra alma cándida que
sacrificaba unas cortas vacaciones para acompañar al lerdo de su novio a oír
unos versos. Miré a Clara. ¿Por qué me acompañaba? Era un misterio.
—Te vas a aburrir.
—No lo sé, me gusta verte feliz.
Preguntamos a un camarero de un bar
cercano. Según dijo, la poesía comenzaba a las 9. Solían abrir unos minutos
antes, por lo visto…
Aún quedaba media hora. Dimos un par de
vueltas y nos fuimos a por unas cañas. Entramos en un pequeño gastro-bar. Era lindo,
el gastro-bar. Pero a mí no me importaba. No paraba de mirar el reloj. Me bebí
la cerveza en dos tragos. Miré a Clara, bebiendo a sorbitos de la suya. Nos
dieron menos diez. Y ahí seguía, incólume, su cerveza sin espuma.
—Clara, van a dar menos cinco.
—Tranquilo.
—Estoy tranquilo, pero tu cerveza se está
empezando a poner nerviosa. Bébetela, por el amor de Dios.
—Venga, ve pagando.
Regresamos a la puerta del Picasso.
Fumamos unos cigarrillos y, ya sí, entramos. Un jardincito muy cuco se extendía
en el lateral del edificio. Sillas plegables de madera se alineaban en varias
filas. El micro, los altavoces y las luces parecían estar a punto. Tomamos
asiento junto a la pareja desorientada que nos habíamos encontrado en la
puerta. Les saludé con un leve levantamiento de cejas. A parte de nosotros y la
parejita, solo tres o cuatro personas más conservaban aún la luz
resplandeciente de la juventud. Me esperaba más frescura. Empecé a otear las
manos de la gente. Nada. Ni un mísero libro. No estaba acostumbrado yo a este
tipo de eventos. La única experiencia que había tenido anteriormente no me
tranquilizaba para nada. Fue en Granada, con Leopoldo María Panero, recitando
en el jardín botánico de la Facultad de Derecho. Me tiré cinco minutos
interminables detrás de él intentando que estampara su firma en un mierdoso
librito por el que me habían endosado 5 euros, los cuales tuve que pedir
prestados. Fue tajante: «NO». Y ahí me quede, con aquel libro que nunca leí,
con la sensación de haber sido violado. Aún así, no tenía por qué repetirse.
Panero, era Panero. Pero Iribarren… no tenía ni idea de como era Iribarren. Su
poesía sí. Como persona, ni lo conocía ni lo iba a conocer. Para mí solo
existía el mito. Para mí era como ir a ver a Miguel Hernández, pero con una Guerra
Civil menos de por medio.
De pronto levanté la cabeza y ahí estaba.
Un señor se levantó y comenzó la presentación. Yo, mientras, lo observaba. Era
más o menos como lo imaginaba: serio, tranquilo, nada espectacular. Llevaba una
camisa a cuadros y un reloj con correa y manecillas doradas, como los que
llevaban los hombres que hacían cola en el INEM todos los días al lado de casa.
Eso sí, recias patillas anchas y extendidas hasta la mandíbula que le daban a
su rostro el matiz necesario para aumentar de tamaño su personalidad. No paraba
de darle vueltas al libro. Lo abría, buscaba una página, lo cerraba y lo volvía
a mirar. Yo sabía que no estaba haciendo nada, más que trajinar. La
presentación era soporífera, tirando del lugar común; la lucha, el laconismo, la
sencillez, la urbanidad… etc. En algunos comentarios referentes a su propia
biografía soltaba una sonrisilla, una mueca torcida… La cosa era bastante
cómica. No sé cómo podía aguantar la risa. Imaginaba estar en su lugar,
escuchando tales cuentos literarios de vida y obra y no podía evitar verme
descojonándome vivo sobre la nuca del speaker.
Como en su poesía, se notaba, en todos sus gestos, que a Karmelo se la traía al
pijo. Entre tanto, seguía manoseando su libro. De cuando en cuando un pajarillo
cantaba entre los árboles, atrayendo su atención en busca de la fuente del
sonido. Era un sitio cojonudo, la verdad. Un jardincito de lo más lindo.
Perfecto para echar unos versos al aire. El enclave es que no podía ser más
ideal. Finalmente la verborrea interminable acabó y le cedieron el micro. Se
presentó brevemente, sin remilgos ni excesivas ganas de caer bien, y comenzó.
Miraba hacía el escenario y el panorama no
se podía presentar más desolador. Tres o cuatro calvas se interponían en el
camino. Un par de ancianas, sentadas justo delante nuestra, cuchicheaban por la
vagina. Cada vez que Karmelo terminaba un poema ponían caras de extrañeza, como
de haber escuchado un pedo, y lo comentaban. Me tenían hasta el mismísimo coño.
Se lo hice saber a Clara:
—…putas viejas.
—¿Qué pasa?
—No paran de cacarear…
—¿Qué dicen?
—No sé, dan por culo, sin más.
También había gente de mediana edad. Por
sus posturitas y peinados tenían toda la pinta de ser ese tipo de gente de las
que suelen llamar “del mundillo”. De esas que están en todos los saraos,
sofisticadas, con caras de saber donde tienen los pies, con conversación,
experiencias y bagaje de sobra para aburrir. Quizás estaba demasiado intoxicado
por el cine y esa gente no existía. Pero aún así echaba de menos algo. ¿Dónde estaba
la gente como yo? La gente joven, ¡hostias! Según mis cálculos, no éramos más
de seis los que bajábamos de la treintena. En el recital de Panero y de Luis
García Montero, que también presencié en Granada, en la Tertulia, hordas de
memos convencidos de ser poetas malditos, en el primero de los casos, y
lameculos de universidad, en el segundo, abarrotaban sus espectáculos. Miré a
mí alrededor. Algo no funcionaba en este país. No sabía que ocurría en el
norte, pero esto pasaba de castaño oscuro. Yo había viajado desde la maldita
cornisa africana única y exclusivamente para ello. ¿Tan raro era?
—Sí.
—Joder, ¿y por qué?
—Porque a la gente no le gusta la poesía.
Y porque a nadie se le ocurre hacer un viaje solo para ver un recital. Eres
rarito, acéptalo.
—A lo mejor tengo que salir más, no sé.
—¿Vas a pedirle el autógrafo?
—Sí.
—¿Seguro? La vas a cagar.
—¡Qué no…! Lo tengo que hacer. No es tan
difícil. Basta con no abrir la boca demasiado y así evitar decir alguna
gilipollez…
El espectáculo toco a su fin. Había sido
una maravilla. El viaje podía considerarlo más que amortizado.
Solo faltaba la firmita. ¿Quién me
obligaba? Me podía largar sin más, pero nunca me lo perdonaría. Cogí el volumen
y me acerqué al escenario. Alguien, antes que yo, estaba ya buscando la
rúbrica. Eso me tranquilizó. Esperé unos segundos y me acerqué.
—Hola, Karmelo. Me puedes firmar… —Y ahí
me quedé. Enterré cabeza bajo tierra como los avestruces y me dediqué a esperar
a que todo acabase—.
—¿Para quién?
—Para Rubén —Poeta frustrado, me hubiese
gustado añadir—.
—Bueno… ahí tienes… para Rubén… con todo
mi afecto… Karmelo.
—Gracias… ha sido un placer.
Me retiré pensando en lo último que le había
dicho. "Ha sido un placer"… ¡De bochorno! En fin, mejor era no
pensar. Ya lo tenía, los nervios se habían esfumado.
—¿A ver? ¿Enséñamelo? ¿Qué tal?
—Bien… bien… muy amable… correcto… he
conseguido no decir ninguna parida.
—Muy bien, te estás superando.
Miré por última vez al escenario. Para mi sorpresa,
Karmelo estaba observando como le mostraba el libro a Clara. Nos saludó con una
enorme sonrisa… de ser humano más que de poeta… como dándose cuenta de la
vergüenza que había pasado.
—Que tipo más simpático.
—Vaya que sí, es un grande. —Y no dejé de
repetirlo en todo el camino—. Tú no lo sabes pero es un grande, un grande…
joder… ¿lo has visto? Uno de los grandes.
Fuimos a un bar cercano y pedimos una
botella de vino blanco. No me hacía mucho tilín el blanco, pero sabía cojonudo.
Fresco… joven… etílico… como me sentía en esos momentos. Y luego vino la Ginebra
y el volver al hotel dando tumbos… y luego esto que estoy escribiendo, mientras
pienso en ello y me recupero.