Cacagénesis:


William Saroyan:
"Es sencillamente imposible insultar al género humano sin sonreír al mismo tiempo".







jueves, 26 de abril de 2012

EL CUARTO DE LAS RATAS


Hablar de los servicios de los bares —del váter, para ser más exactos— me encoje el corazón. Nunca me metí una clencha en uno de ellos, nunca un pico; nada escatológico impregna mis memorias sobre tal espacio vital.
            Los niveles más altos de conciencia los he alcanzado en aquellos lugares; sucios, desconchados, pintorrajeados. Recuerdo, a mis veintitrés años, cuando me daba por ir a al “Perro Andaluz”. Iba sobre las cuatro de la tarde, todos los días. Eran esos momentos en los que el bar relucía y apestaba a lejía, cuando la camarera aún no había encendido el tocadiscos. Mientras se preparaba un café —con aquellos brazos y aquellas manos grabadas con horripilantes tatuajes de ángeles y demonios, con aquel pelo corto, aquellas tuercas atravesando sus orejas y su enorme barriga de embarazada de seis meses— yo encendía el primer cigarrillo. Las paredes estaban tapizadas con cientos de posters de bandas de Rock y Heavy Metal: Hendrix, Motorhead, Marley, Sociedad Alcohólica, Status Quo, Metállica, Iron Maiden, Blind Guardian…
A mí el heavy no me gustaba, ni los heavys. Pero era el único sitio de la ciudad donde podía estar tranquilo, arropado por mugrientas paredes sudadas y acariciadas por el humo de tres décadas; con historia, con drogas, vomitonas y cachondeo. Lo mejor de todo era que por las tardes no se radiaba heavy; el heavy era para la noche, para los heavys. Hasta entonces gozaba yo de eternas canciones de rock clásico: Pink Floyd, The Doors, Dire Straits, The Smiths, The Police… El bar entonces era mío; su tiempo y su espacio.
            Lo mejor de todo, más que la música, era el precio de la birra. 1´50, medio litro de brillante y espumeante cerveza. Normalmente no bebía más de cinco. Sabía del peligro de aquella cerveza, era especial. Nadie se fiaba de la cerveza del “Perro”, pero se bebía. Tardes las hubo que me las bebí hasta las ocho o nueve, pedo como el tío de la novia. Esto era un peligro. Cuando llegaba a tales niveles no tenía suficiente juicio para retirarme a tiempo, cuando el bar empezaba a llenarse. Entonces la pintaba de lo lindo; me arremolinaba entre los canuteros, entre las parejas, entre jugadores de futbolín, hasta que acababa tirándole besos a la taza del váter.
            Antes de las cinco solo dos o tres personas se arriesgan a recalar en el garito. Algún amigo de la camarera o un par de nenas alternativas hablando de política ante un café, y poco más. Uno era fijo. Llegaba sobre la y media o las menos cuarto. Era viejo, calvo, gordo; de color oxidado. Llevaba siempre una camiseta de Led Zeppelin y una riñonera donde llevaba sus juguetitos. Pedía café y lanzaba sus artilugios sobre la barra para ponerse manos a la obra con sus manualidades. El viejales le daba para bien, al tema. Se fumaba un par de ellos, normalmente. Nunca alcohol. No podía dejar de pensar, cuando lo miraba, cuanto tiempo de vida debía quedarle. No era ningún chaval, el menda. No conseguía yo ponerle edad a aquel montón de quincalla. ¿Dónde trabajaría el gachón? A su manera, había vencido. Era un héroe. Se la traía al pijo; su edad, la gente, el qué dirán. Extendía el papel, deshacía el tabaco, mezclaba la mandanga, la amasaba, lo liaba en espiral y lo petaba. ¡Qué humareada! Subía esta hasta el techo, contra las narices de Hendrix, a remolinos, acunándose sobre Picture of you the The Cure. Era una maravilla oír el metal de las guitarras, los sintetizadores, cuando la tecnología era primaria y sonaba a cueva, a eco, a reverberación. De pronto los años empezaban a descender. Desde el 2006 bajábamos al 94, alguien gritando en la calle “Yugoslavia” o “Bukowski a muerto”; luego más abajo, al 89, el ruido plomizo del cemento berlinés crujiendo contra el barro; o al 84, yo llorando, abriendo los ojos al mundo, a la luz; y un pequeño salto más atrás, al 83, Europa a Muerto rugiendo a través del cielo de Gijón; para definitivamente hundirnos en los años en los que el mundo aún era mundo, cuando existía gente joven que aún quería ser joven, Another Brick in the Wall… un contenedor ardiendo en mitad de la calzada y dentro, muy al fondo, el corazón de los hombres, temblando, llorando de alegría, con ansias de destrucción.
            Cierto que cuando me venían estas imágenes ya llevaba lo menos litro y medio de cerveza en la tripa. Era el momento en que el bar estaba medio lleno, sobre todo de gente tranquila, que charlaba y reía, a eso de las siete de la tarde. Entonces me encaminaba hacia el baño. Cerraba el pestillo, me la sacaba y miraba la pared. «Estás aquí, ahora, y nunca más, veintitrés años ¡Dios mío! No me lo puedo creer, soy joven y estoy solo… podría morir entre estas cuatro mierdosas paredes y sería feliz. Ni hacia delante ni hacia atrás. EL AHORA; limpio, transparente, palpitante… aprensible. Lo puedo tocar, como una pompa de jabón expandiéndose peligrosamente… ¡Dejadme en paz! —repetía para mis adentros— ¡Dejadme en paz!»
El tiempo se detenía. Era mágico, no había nada que pudiese comparársele a ese momento íntimo. Sin amigos, sin familia, sin trabajo, sin dinero, sin sexo ni amor. Solo uno frente a su bella y aterradora consciencia. Y en la pared, eternos epitafios: Aquí estuvo JuanLu 12/03/87 – Marga y Luis 07-06-91 – Tonto el que lo lea, 97; también estuvo allí…
Y los quería a todos, sin excepción. Todos —en algún momento de unas vidas que jamás conoceré, que incluso ya podrían estar aniquiladas— dejaron su huella en el único lugar donde uno podía darse cuenta de estar vivo.
            Luego empezaba a sonar heavy. Yo volvía a mi sitio. El lugar empezaba a llenarse de seres atolondrados, tías apestosas, cocainómanos y punkarras transnochados… era la hora de irse.
La eternidad se desvanecía. Volvía a casa; asustado, borracho, solo, perdiéndome entre callejuelas granadinas en las que nunca había estado, hasta que la tristeza caía sobre mí como un aguacero y el único consuelo que quedaba era volver, al día siguiente; una vez más.
            Recuerdo, de pequeño, en el colegio, cuando los profesores nos amenazaban con encerrarnos en el cuarto de las ratas. Era una puerta negra, fantasmal, que curiosamente se situaba frente a nuestra clase de parvularios.
¿¡Por qué me fascinaba tanto aquel lugar!? ¿¡Cómo podía entrar uno allí!? ¿¡Qué había que hacer!?
Existía, yo sabía que existía… el cielo. Un lugar lleno de ratas.

viernes, 13 de abril de 2012

El mundillo


-Africano-

Encuentros literarios; Mis escarceos literarios hasta la fecha han sido más bien escasos. Todos ellos, eso sí, tuvieron lugar en la ciudad de Granada. La primera vez que me arrimé al ambientillo fue con motivo de una especie de concurso-recital de poesía en La Barraca, el antiguo puti Constantinopla. Llegué allí a regañadientes, casi forzado por mi pareja, para que perdiese un poco la vergüenza, el miedo escénico. Mi actuación rozó el patetismo; no levanté la vista en los tres o cuatro minutos que duró mi verborrea, clavados los ojos en el papel temblequeante, con un inaudito acento hispalense que salió de la nada, para mayor bochorno. El resultado, al parecer, no fue del todo malo. Gané la convocatoria, premiada con la publicación de una plaquette. Días después recibí un e-mail del cabecilla de la editorial, a eso de hablar sobre el asunto.
El encuentro transcurrió rayando en la estulticia. Yo aparecí borracho, hablando demasiado, atropelladamente. El menda era un tipejo enfermizo, con sobrecarga de lecturas, insospechadamente prepotente, a pesar de no albergar ningún conato de incipiente carisma. Me trató más ayá que pacá, casi llegando al desprecio. Al parecer su voto no había recaído en mi actuación. Se limitó a decir que lo que había escrito era diferente a lo presentado por el resto de participantes, pero que aún así olía demasiada peste a Bukowski. Habría dado en el clavo si su conocimiento de la poesía española de los noventa hubiese sido más amplio y hubiese mencionado al Bukowski español que, aun siendo parecido, no tenía nada que ver. Total, el asunto me decepcionó, está claro. La noche transcurrió en circunstancias un tanto extrañas. La comitiva la formábamos un inglés de unos sesenta y cinco años, poeta, al parecer; una señora de unos cincuenta y cinco, holandesa, novia del editor (pareja que ponía los pelos de punta, pues el chavea no alcanzaba los treinta y cinco); y un notas que no bebía alcohol. Mi editor me dejó de lado, dedicándole toda la atención al bate anglosajón, que nos deleitó con una decente pieza al piano. Me dediqué a charlar con el que no bebía. Acabé dándole la brasa, acribillándolo a preguntas sobre su incomprensible abstemia antes los tiempos que se avecinaban. Al final me quedé solo, bebiendo chupitos de Southern Confort que mi camarera, una adorable puertorriqueña, tenía siempre la amabilidad de ofrecerme cuando no tenía un penique.
La plaquette salió finalmente y ahí quedó la cosa. El haber ganado me daba derecho de acceder a una especie de final, cuyo premio era la publicación de un poemario con la editorial organizadora. El recital transcurrió en La Fuente de las Batallas, sobre un escenario y ante un público más heterogéneo e iletrado. No gané. No lo merecía, la verdad, para que nos vamos a engañar. Los poemas hacían aguas por los cuatro costados. Pero el tipo que ganó tampoco. Sus poemas fueron recitados por un colega suyo, alegando que el artista estaba internado en un psiquiátrico, motivo por el cual no podía honrarnos con su presencia. Los poemas, a pesar de ser mierda empanada, causaron honda impresión en el jurado. El premio incluía ciento cincuenta mil de las antiguas pesetas.
Desde entonces, mi presencia en los escenarios se limitaron a cuatro o cinco apariciones más en los recitales de los lunes organizados por Letra Turbia, en La Tertulia, célebre por ser bastión de la poesía de la experiencia o de la otra sentimentalidad, Luis García Montero a la batuta.
Allí precisamente, una noche, se celebró el veinticinco aniversario del establecimiento. La cúpula de aquel movimiento literario casi al completo acudió a celebrar el acto, recitando algunos poemas, rememorando viejos tiempos. Animé a Fabyo, compañero en los abismos, para que me acompañase. Aunque opuso bastante resistencia, finalmente cedió. El garito estaba sobrecargado, de humo y de aspirantes a poeta. Era una celebridad, este, el García Montero. El año anterior, había estado matriculado en una asignatura de libre configuración en la Facultad de Filosofía y Letras. Era sobre Lorca, la asignatura. Me concedieron el horario de mañana, lo que me jodió sobremanera. El motivo no era otro que el de estar las plazas de la tarde cubiertas. El profesor era el tal Montero. Entonces se daban en el auditorio, debido a la gran afluencia de público que se reunía para presenciar sus clases magistrales. Yo no tenía la menor idea de quien era el tal. Más tarde supe de su existencia cuando todas las semanas, en Canal 2 Andalucía, en el mítico y surrealista programa de Mike Rivers, aparecía en su sección de poesía entrevistando a algunos amigos. Aquella noche no estuvo del todo mal, se recitaron bellos fragmentos, la gente se tocaba, tímidamente, distraída; otros gimoteaban, los más bebían cerveza. Aquello me dio una idea de lo que era el mundillo en su realidad contante y sonante, cual los mecanismos y desarrollo de su intrincada pirotecnia… desde la entrada de la estrella en el bar, su saludo a los incondicionales, su copita de gin-tonic, su pequeño círculo de lameculos predispuestos a sonarle los mocos cuando se prestase la ocasión… también aquellos corrillos que se formaban antes de comenzar el espectáculo, en el que todos querían participa para escuchar las genialidades del mito en vivo. Su poesía no me hacía tilín, la verdad. A pesar de ello, el evento no nos causó del todo mala impresión. Fabyo y yo salimos del lugar, cabizbajos, enfilando Pedro Antonio de Alarcón, sin saber muy bien en qué consistía aquello.
No mucho tiempo después, una tarde, recibí una llamada de Fabyo. «Corre» me decía «en media hora Leopoldo Mª Panero en el botánico de Derecho» Dejé lo que estaba haciendo y salí a toda castaña. En la puerta me encontré con él y con el pintor Antonio Cano. Por lo visto el andoba de mi editor se las había apañado para traer desde las Canarias a Leopoldo, para presentar un libro en el que se incluían, además de poemas de Panero, otros tantos de los jugadores franquicia de la editorial. Allí estaba, el bicho, sentado en una silla, con su proverbial botella de coca-cola de dos litros, fumando pitillos a medio consumir, riendo endiabladamente en el albor de la tarde. Recitaba fragmentos en francés, lanzaba piropos a las chicas, se cachondeaba de todo Cristo a su alrededor… Esto ya era otra cosa. Todos los babas que allí estábamos habíamos visto demasiadas veces "El Desencanto" y "Después de tantos años". Allí teníamos al considerado por todas las reseñas, todos los diarios, las semblanzas y demás zarandajas… el último “poeta maldito”. Y la verdad que el tipo le ponía empeño. Estaba como un puto avión. Las gentes que pasaban junto al jardín, atareadas con sus compras o lo que quiera que estuviesen haciendo, al oír aquellos estertores terribles, demoniacos, aquella risa trasmundana, miraban de reojo espantados acelerando el paso, presas de un extraño pavor, como si fuese una amenaza terrorista. Leopoldo estuvo genial. A los dos gilis que recitaron con él es que se les caían los cojones al suelo. Cada vez que uno comenzaba, compungido, a recitar su parte, Leopoldo les jodía la actuación pasando olímpicamente del protocolo; hacia comentarios incongruentes, lanzaba improperios en francés, se descojonaba vivo cada vez que oía un verso que pillaba casi sin querer, al vuelo… pedía constantemente que se le sirviese más y más coca-cola. Yo es que me tronchaba vivo. Semanas después, el editor este, me comentó que cuando volvían de recogerlo en el aeropuerto, en taxi, pasaron junto a Plaza de Toros. Leopoldo le preguntó si aquello era la Alhambra. Me lo comentaba fascinado, intrigado por si realmente se lo había dicho en serio o en realidad se estaba haciendo el loco. Se corría que daba gusto contándome sus anécdotas literarias, el gachón.
Recuerdo que cuando terminó la presentación la gente se lanzó desbocada a comprar ejemplares del poemario. Se dedicaron a perseguirlo por el jardín, avasallándolo, para que les firmara. Leopoldo, el muy pillín, solo le hacía caso a las féminas. Los nenes pululaban por su alrededor, como mosquitas muertas, buscando el ansiado premio. De pronto, en un arrebato, casi guiado por una extraña sensación estúpida de estar perdiendo una oportunidad única, me lancé yo también a por un ejemplar y directo a darle la murga para que estampara su garabato. Empezó a esquivarme, de un lado a otro, hasta que pasamos junto a la silla donde había estado sentado toda la tarde. Allí derribé de una patada, sin querer, su amado vaso de cola. Al final, conseguí comunicarme con él. «Leopoldo, una firmita, hombre» «¡No!» Esas fueron sus palabras, inmortales. Luego se puso echo una fiera, cuando vio el vasito volcado, ordenando a uno de sus acólitos que le preparase uno nuevo de inmediato. Al final se lo llevaron, con toda la caterva detrás.
Mi último contacto con el mundillo ocurrió de manera fortuita. Yo iba dando bandazos por las calles, buscando algún sitio donde meterme, sin rumbo, como siempre, gilipollas perdido. Al pasar frente a La Barraca, me encontré con toda la trupe, la misma que estuvo presente en el recital de Panero. Uno de ellos era un antiguo conocido mío. El colegí se dedicaba a vender sus versos, por los bares, a cambio de dinero o de una cerveza. Una noche, incluso, hicimos un ridículo poema a dos manos, como si fuésemos dos representantes de la vanguardia parisina. Salía, como decía, empujando una silla de ruedas sobre la que llevaba un montón de basura, entre la que se encontraba una chica con una pierna escayolada. «¿Qué, de compras?» Le dije. «No, tío… bueno, esto sí, lo he cogido en la puerta de un supermercado, está nuevo, tío, mira… y esto no está caducado…» «Me haces muy feliz» «Estamos alternando, tío, ¿te apuntas?» Y me apunté.
Fuimos a un par de bares. En uno de ellos hablé con un muchacho feo como el solo, alopécico, asexuado, blanquecino, pellejudo, cenizo… y un saco de descalificativos más. Decía que trabajaba en EL IDEAL, que aún no había publicado nada en formato papel… que aun estaba buscando su estilo… Decía tener una serie de preocupaciones formales a la hora de abordar la crítica periodística literaria. Yo me inclinaba más porque al chaval le hacía falta con urgencia un polvo de proporciones bíblicas.
Más tarde fuimos a un pequeño parque, del cual no recuerdo el nombre, donde nos juntamos con algunos chicos Erasmus. Todos hippies, con cantidades industriales de mandanga. Empezaron a rular unos porricos. Yo, a la chita callando, me encalomé de tres a cuatro canutos, mientras charlaba con una canadiense que decía estar leyendo en aquellos momentos de su vida el Mahabharata. Decía también que le interesaba la poesía, como expresión superior que permitía una comunicación más plena entre los seres humanos. Cuando se le acabaron los canutos me fui junto a otro grupo que bebía cerveza. Me alcanzaron una, mientras escuchaba a mi colega, el vendedor de versos, exponer una serie de argumentos sobre la misión del artista en el mundo que le ha tocado vivir: «El artista tiene que comprometerse con su condición, por eso vivo en la calle, necesito respirar este aire, sentir mis pies descalzos, empaparme de todo lo que me rodea… yo creo que la poesía es el único vehículo posible para cambiar las cosas de verdad, desde la raíz, la única herramienta capaz de transformar las consciencias, de sublimar la degradada realidad…» «Perdona, ¿exactamente que hay que cambiar?» Me atreví a preguntar, «A la gente, amigo. La gente está dormida, la gente no sabe lo que les está pasando, necesitan que alguien les alumbre, les diga la verdad, que son esclavos, que tienen que oponer resistencia…» «Ahh» Dejé mi cerveza sobre el banco de madera y, escabulléndome entre el público, logré largarme de allí a toda hostia. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Fue de repente, como un relámpago. Mientras regresaba a casa, un poco flotando sobre paraísos artificiales, lo supe. Tenía que evitar a toda costa, de ahí en adelante, volver a cruzarme con aquella gente.

martes, 10 de abril de 2012

CONVERSACIONES LITERARIAS CON FABYO



- El bueno de Henry -


Conocer a Henry fue para mí como aferrarme a un madero, en plena noche, en mitad del océano tras un naufragio. Seguía perdido, sin apenas posibilidad de salvación, pero al menos podía soñar con que el ajetreo de las olas o el capricho de las mareas me condujeran hasta la playa.

Hasta entonces yo contaba con la ayuda del Altísimo -que siempre me tuvo en cuenta aunque yo no lo hiciera- y tengo en mi padre un hermoso ejemplo a seguir aquí en la tierra desde el día que nací; pero intelectualmente fui huérfano hasta que el viejo y bondadoso Henry me adoptó acogiéndome bajo su protección, cuidándome y queriéndome como a un hijo.

Henry me enseñó tantas cosas, sabía tantas historias, conocía tantas ciudades, tantas mujeres y tan maravillosas que yo podía pasar las tardes enteras escuchándole hablar de esa manera suya tan peculiar, como si hablara desde dentro de las cabezas de los protagonistas de sus relatos. Y es que Henry sabía de sobra lo que todos pensaban y sabía cuando alguien había dicho algo queriendo decir otra cosa y sabía también esa otra cosa.

Pero sobre todo Henry me dio esperanzas, me dio alas -puede que de cera, pero alas que volaban- y yo volé, volé alto sin importarme que esas alas se derritieran y me vi sobre la cumbre de una montaña con toda la vecina Francia a mis plantas.

Porque el bueno de Henry me hizo sentir que valía, que yo era bueno también y que podía hacerlo; Henry me convenció de que podía llegar a conseguir lo que me propusiera en este mundo. Algo que por otra parte todos sabemos ya (porque nos lo han dicho muchas veces las moralejas de las películas americanas) aunque no nos atrevamos a admitir dicha verdad por la responsabilidad que conlleva. Y es que no basta con decirle a un niño que puede hacer lo que se proponga, además hay que demostrarle que esto es cierto. Y no hay mejor manera de enseñar a alguien que con el ejemplo.

Él me mostró el camino que yo siempre he querido andar, me dijo anda, no mires atrás, me avisó de algunos escollos que iba encontrar y de lo duro de aquella travesía, me advirtió de que tendría que tomar mis propias decisiones y lo fatídico de dejarse dominar por las pasiones.

lunes, 9 de abril de 2012

Depáysé: Fragmentos de un hombre despaisado

Que los hechos vengan a mí. Que las cosas se acerquen, me rodeen... me invadan. Aquellas otras que se esconden ¡venga! ¡salid! ¡Quiero ver todos los recovecos, que se muestren todos los interiores, que se asome a mi aparato ocular todo lo problemático, lo que destruye y resucita!
Ver el mecanismo de este cacharro.
Tiene que haber alguna forma de arreglarlo.


*

Escuchando la radio; una voz grave, solemne, espacial, de un colaborador de la enésima tertulia política. Es bella, esa voz. Ese jirón de alma puede envolver un cuerpo entero. Su cara es lo de menos. Sería capaz de convencernos de lo justificable de un espantoso genocidio, de la manera tan armónica y espiritual con la que ofrece datos estadísticos. La voz de un idiota a través de un tabique puede resultarnos agradable, si reverbera en nuestra psique su real imagen interior. Así la voz de algunas mujeres, físicamente no agraciadas, que si nos dejásemos llevar por el timbre de sus cuerdas vocales a través del teléfono dejaríamos familia, patria y corazón.
No es cierto eso de que la cara sea el espejo del alma. Cuerpo es espíritu, voluntad. El alma no tiene carne; fluye, se comunica a través del aire.


*

A ver que camisa te pones hoy. Elígela bien. Las manchas de sangre no salen en ciertos tejidos.


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Uno solo tiene la razón cuando su estado de ánimo se la da.


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Cuando oigas a alguien afirmar con rotundidad que “lucha por sus principios” date el piro a toda castaña de allí donde estés. Para que sus principios se autorrealicen les es necesario que existan no solo otros que sostengan los contrarios, sino también aquellos que tienen la alarmante desvergüenza de no tener ninguno.

*


Aún después de muchos años, no me lo explico. Eso de que me diese por escribir. Todavía recuerdo aquella noche en una de mis primeras semanas en Granada, en casa de aquella vieja con la que vivía a pensión, frente a un cuadro del Corazón de Jesús, en mi habitación, cagado de miedo.
Bajo la imagen, en la misma fotografía, una oración:

Porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden.

«¿¡Ah sí!?», me dije.
«Pues se van a enterar»


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Para alcanzar la verdad hay que cazarla. Lástima que cuando nos estamos acercando a recoger la pieza abatida esta ya está convulsionando, medio exangüe, sobre el terreno.

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No soy tolerante. La tolerancia subyuga a tragárselo todo. Una moral de cerdos, de carroñero. Tolerante es el drogadicto, cuyo organismo está predispuesto a recibir esa sustancia que lo aniquila en el puro goce de su destrucción. Tolerar es dejar pasar despreocupadamente. Por eso, cuando uno se siente incomodado, arremete violentamente contra aquel que ha tenido la desfachatez de aprovechar su permisividad para tomarse la libertad de hacer lo que le venga en gana. La nobleza (en términos aristocráticos) está en saber discriminar correctamente lo que potencialmente puede sernos dañino, dejándole claro al tal que su acceso a nuestra esfera personal o pública puede llevarles a un perjuicio que tal vez prefieran evitar. Discriminar es establecer parcelas vitales. Cada uno en su casa. Y Dios, si quiere, que pregunte.

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No hay mejor estrategia para sobrevivir hoy en día en democracia que autoproclamarse perseguido o, como marca la etimología de la corrección política, marginado.
El marginado, por lo común, aspira a su integración en el tejido social imperante. Su pena estriba en el hecho de no tener reservado un escaño en el parlamento público. Su esperanza es dejar de ser un oprimido para convertirse en lo que siempre ha ansiado ser con toda su alma, un déspota: sujeto con derecho a marginar.


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El pathos del distanciamiento es necesario para reconocernos en esa parcela personal que constituimos nosotros mismos. Pero distanciarse no significa recluirse, anquilosarse en el propio ser. Para que la distancia exista, es condición necesaria la existencia de dos puntos.


*

La expresión “tener buenos modales”, aunque parezca increíble, no goza de buena reputación en los últimos tiempos. Por lo visto, la naturalidad mal entendida se ha impuesto como reacción histórica a etapas más oscuras en las que imperaba una incómoda doble moral. Esta se camuflaba tras una fachada de vacua cortesía, que permitía mantener las relaciones en el ámbito de la vida pública en una más que dudosa sana armonía.
Abandonado aquel vicio —que como todo lo viciado si sitúa en los extremos— hemos pasado a practicar sin ningún tipo de control una descarnada naturalidad que recuerda a aquellos animales que se olfatean el culo antes de ponerse a darle al tema. Cualquier patán con el que tengamos la desgracia de cruzarnos goza de la confianza suficiente para tomarnos la mano, el brazo, el hombro… o incluso para pasar directamente a aporrearnos la espalda a mano abierta como a un fláccido saco de avena. Además, se calculan mal las distancias; el sujeto se pone a escasos siete centímetros de nuestra jeta, rociándonos con sus lapos todo el espectro de enfermedades transmisibles vía oral. Por si fuera poco, se hace un uso deliberadamente excesivo del tú, del compadreo, del amigacho… a efectos de facilitar una mayor familiaridad que en ningún caso el interlocutor ha tenido la intención de solicitar. Y si el encuentro, por casualidad, se produce en el sur de España, la paliza está asegurada.
Por eso desde aquí llamo a la vuelta de los, sino buenos, justos modales, para permitir una meridiana paz entre la ya maltrecha convivencia humana. Aunque esta sea falsa, aunque tras esa máscara se escondan intenciones criminales, con tal de quitarme de encima estas ganas que, a veces, me dan de matar a alguien.


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No he leído a Montaigne, pero sí leí una frase suya, desperdigada por algún texto, en la que decía que las verdades (metafísicas) no eran propiedad exclusiva del filósofo de turno que la había descubierto, puesto que la verdad estaba ya ahí, en el mundo, y una vez sacada a luz, cualquiera que fuese capaz de comprenderla podía apropiársela. Pues bien, ya sabéis, lo dicho como si fuese mío.


*

En la tele, en el típico serial médico, un viejo postrado en una camilla debatiendo con su hijo sobre una operación de pene.
—Puedes tener una hemorragia ¿Vas a morir por una erección?
—Hijo, ha habido guerras por una erección.


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Un borracho a altas horas de la madrugada: «¡Enhorabuena, me he enterado que usted se ha casado con una pegatina!».

miércoles, 4 de abril de 2012

El saber no ocupa lugar


-Africano-

El saber no ocupa lugar; Certera afirmación, efectivamente, no lo ocupa por pura ineficacia. Lo tengo comprobado como algo irrebatible, por ser algo que he experimentado en propia carne y tal vez por ser yo un caso bastante especial de ignorante que se esfuerza por conocer cosas para no perderse (en el inconsciente colectivo). Siempre, cuando llego a la última página de un libro y lo cierro, tengo la sensación de no haber aprendido absolutamente nada. Las palabras conforme entran por la oreja del cerebro salen por la otra del culo. Intento, en lo posible, anotar a través de blocs o de pequeños ensayos lo que de los libros me parece más práctico para salvar mi alma. Y por mucho empeño que le ponga, aún recordando en ciertas situaciones problemáticas lo que los más grandes sabios me enseñaron, hago una de dos: o los desoigo o los malaplico. No se trata de utilizar erróneamente las pautas de conducta que observo en mis tan admirados maestros sino que, más bien, el error nace de la distancia que media entre mi realidad y la de ellos; tanto, que sus actitudes ante la vida son irreutilizables. Lo son. Así, sin más. Y esto no me lo rebate nadie. Esta tarde, leyendo a Cioran, casi llegando a un estado de iluminación, profundamente postergado sobre cada página, llenándome de lucidez y superioridad sobre los demás seres que a mi alrededor se afanaban en la biblioteca estudiando sus infumables lecciones valederas para oposiciones del Estado, he sufrido lo que aquí vengo relatando. No más me ha bastado levantar el bulla del asiento y darme de bruces con la realidad para salir súbitamente de la burbuja mística en la que me había sumergido. Ésta, como tal burbuja, ha pegado un explotio imperceptible para mis acompañantes, pero mortífero para mis oídos y mi alma. Imposible de aplicar, sencillamente. Éste, hablaba de LA MUERTE, así, con mayúsculas. Y qué manera de hablar de ella. Qué conocimiento. Qué valentía y qué lúcido. ¡Qué jodidamente seguro de sí mismo! Hablaba de Diógenes, digno de admiración, gran filósofo que filosofaba con su actitud ante la vida:

Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: “Sobre todo no escupas en el suelo”. Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para hacerlo.

Toma ahí, o:

Diógenes fue hecho prisionero y vendido. El heraldo le preguntó qué sabía hacer: “Mandar”. Y gritó al heraldo: “Pregunta quien quiere comprar un amo”.

O esto otro que decía:

“Plugiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre”. (Diógenes masturbándose en la plaza pública”).

Sencillamente genial.

Por último lo que sigue, quedándose el tío tan pancho:

En los juegos olímpicos, habiendo proclamada el heraldo: “Dioxiopo ha vencido a los hombres”. Diógenes respondió: “Solo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío”.

Una naturaleza nietzcheniana en toda regla del prototipo de superhombre. Y yo me pregunto: Amigo mío, ¿de verdad piensas que si hago eso o ese tipo de cosas, lo que en mi pueblo se llama hacer lo que te salga de los cojones y marcarte por ende la chulería; si hago eso, digo, seré libre, un hombre superior, y no un borrego? ¿Seré realmente digno de ser admirado por los dioses, amado? ¿Será mi muerte más digna si vivo con ese aura de hombre que se ha realizado en todo su ser, que ha hecho lo que pensaba en cada momento, sin atender al aprendizaje, a sus dogmas y reglas, a las normas de la buena educación, del autolimitarse por no llamar la atención… de veras lo piensas, gran hombre, que me has hecho disfrutar de una gran tarde, asintiendo con cada disertación que me ofrecías¿ ¿sería así?

Es verdad eso que dices de que el ser es mudo y el espíritu charlatán, que es a lo que llamamos conocer. Cierto es, somos todos unos charlatanes, nos gusta hablar hasta por los codos. Hasta la extenuación.

Me quedo con una de tus frases: «El Universo no se discute, se expresa». Con esto me has convencido. Voy a dejar de escuchar, de leer a tanto maestro, a tanto sesudo, y voy a quedarme a contemplar el espectáculo de la existencia. Las palabras, para qué. Mentirosas compulsivas, tú mismo lo dices:

Si por azar o por milagro, las palabras se volatilizasen nos sumergiríamos en una angustia y un alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y su horror. Bautizando las cosas y los sucesos eludimos lo Inexplicable. La actividad del espíritu es un saludable trampear, un ejercicio de escamoteo; nos permite circular por una realidad dulcificada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos –desaprender a mirar las cosas…-.